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Recuerdos de una bola de nieve

  • CRISTINA MARQUINA
  • 18 mar 2020
  • 2 Min. de lectura

Siempre he encontrado fascinante la posibilidad que se le ofrece a algunos objetos de tener una visión privilegiada de nuestro mundo cotidiano. Figuritas y motivos decorativos llenan las mesitas y los muebles de las casas habitadas. Cuando era pequeña llegué a establecer su presencia como el carácter distintivo que hacía de una estancia un hogar. Si en el momento de entrar a una habitación ningún objeto diminuto, acostumbrado a acumular polvo, posaba sus ojos sobre mí, aquello indicaba que me encontraba en un hotel. Por mucho que la cadena hotelera dirigiese todos sus esfuerzos a hacer de sus habitaciones lo más parecido a un hogar, siempre se les escapaba algo. Sus habitáculos se convertían, a mis ojos, en meros refugios contra un temporal, lugares en los que uno no encontraría nunca su alma.


Hasta este momento no había reparado en el objeto que, sin duda, ocupa un lugar preferente en mi habitación. Seguramente el motivo sea que el día en que le conferí su espacio en mi cuarto no pensaba en ello, sino sólo en mí y en la posibilidad de disfrutar de su belleza el mayor tiempo posible. Pero el azar tiene sus normas que nosotros desconocemos. Fue precisamente la casualidad la que hizo que mis manos de cinco años colocasen con sumo cuidado la bola de cristal que mi abuela acababa de regalarme en la tercera balda de mi estantería. Arropada por mis más preciados tesoros: mis libros, un espejito de mano y un calcetín rojo.


Hace una hora que rebusco con insistencia entre las obras de distintos autores que han ido llenando los estantes de la pared y que, con el paso del tiempo, han visto ante sí las sucesivas ampliaciones necesarias para albergar a todos mis compañeros de viaje de tinta y papel. Precisamente ahora, reparo en la bola, un codazo ha hecho que la nieve se desparrame contra el cristal y, tras unos segundos, las partículas blancas se desplazan por el líquido incoloro hasta depositarse en la superficie de la pequeña aldea que conforman las figuritas en su interior. Presidiendo la escena Papa Noel nos saluda, enfundado en su traje rojo y con el rostro algo sonrojado por el frío. Recuerdo que el realismo de este regalo me hizo creer durante años que la aldea había sido congelada para que yo tuviera el privilegio de observarla cada día de mi vida, ajena a sus problemas y con la certeza que uno adquiere al saberse poseedor de un objeto material. La convicción de que es suyo y de que su valor se basa en su precio.


Tras mi patoso gesto, los pequeños copitos de nieve llaman mi atención. Mi mirada se fija en el cristal y lo traspasa, deteniéndose a observar mi habitación, a través de las figuras que conforman al danzar. Si alguien sabe dónde puede estar mi preciado calcetín rojo esa, sin duda, es la bola de cristal. Desconozco si en su interior hay algún rincón que haga las veces de almacén de mis recuerdos. Pero, de ser este el caso, podría proyectar para mí buena parte de la película de mi vida.

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© 2020  by Cristina Marquina.

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